Gamla Stan. No hay mejor lugar para perderse que sus pintorescas calles angostas, como pasajes de piedra pintados con acuarelas marrones y amarillas, entre construcciones medievales, como ancladas en una isla del pasado en el corazón de Estocolmo y el desarrollo de Suecia. Los faroles encendidos y las plazas donde convergen los caminos que terminan en gränd, todos recibiendo el otoño, esperando el invierno, oscureciendo más temprano al ritmo de las hojas secas que danzan en el aire.
El escenario es Gamla Stan, y el Royal Palace y el cambio de guardia, y luego Södermalm y después Drottninggatan, y reír con los cascos vikingos y las banderas suecas y los leones de las esquinas, y el frío hasta comprar guantes y chalina, hasta extrañar mi gorrito celeste olvidado días antes en el bus camino al Karolinska, y el Konserhuset en Hötorget y el Nobel Museum “for his discovery of”. Ver la Viking Line desde Slussen, y ver partir el Cinderella en la bahía y los castillos, caminando frente al viento, tras tocar el piano en una iglesia extraviada en el siglo catorce y tomar fotos prohibidas imitando sus estatuas.
El escenario es culminar una tarde perfecta a la orilla del Riddarholm, observando el Stadhuis, imaginando un atardecer de agosto a mediados de octubre. Y recordar que recién la noche anterior nos conocimos, y volver a decir que nada mejor que perderse en Gamla, y extrañar mi gorrito celeste, y pensar al Louvre como un Tunnelbana y revivir inintencionalmente la parodia de Bertolucci en The Dreamers.
Eso hicimos la primera noche tras la larga caminata por Medbodgarplatsen. Al ver que faltaban 7 minutos para el último tren a Universitetet, y con la ilustrativa frase “cada estación del metro en Estocolmo es una galería de arte”, retamos el riesgo y corrimos por T-Centralen, desde los mosaicos de la red line y la green line hasta la caverna celeste y blanca de la blue line. Corrimos riendo, esquivando y arrimando suecos en la caminadora automática, incrédulos de la locura que estábamos escenificando, fascinados con la decoración de las paredes a nuestro alrededor, que desaparecían con nuestros pasos apurados, convirtiendo la usual y lenta espera sobre una banca en una vertiginosa carrera contra el tiempo.
"Fugaz e intensa". Así describiría la estadía de María y Yoalli en Estocolmo, italiana y mexicana que cuando salieron de Alborg, Dinamarca, no sabían que yo existía ni que llegarían mochileando hasta la capital de Escandinavia. No sabían que extenderían su visita por un pseudoguía turístico. No sabían que dejarían un inmenso vacío con su partida.
Y es que nos despedimos de madrugada, escuchando “Goodbye stranger” de Supertramp, después de un tiempo inolvidable, con la promesa de Jethro Tull en Malmö y que continúe la magia viajando. Luego de cuatro minutos, mientras se esfumaba el instante empezando a convertirse en recuerdo, María tocó mi puerta nuevamente. Con su inglés con acento italiano, dulce y tierna, con una sonrisa tímida, me explicó que no pudo encontrar un gorrito celeste, pero que "este también te tapa las orejas y es de buen material para el frío y todo".
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