Sunday, September 24, 2006

Cuento Incompleto

Mientras cerraba la ducha pensaba en la cercanía de esa llegada. Sonaría el timbre, colmada de ansias se llenaría de nervios, correría en ropa interior por toda la casa maldiciendo el momento en el que creyó haber decidido qué ponerse para esa noche tan especial. Abajo, en la sala, él pensaría que sería de muy mal gusto prender un cigarro para aliviar la espera. Seguro minutos antes habría fumado uno casi intempestivamente, del otro lado de la puerta, durante aquel tambaleo mágico anterior a la decisión heroica de levantar el dedo, presionar el botón del intercomunicador y decir con bastante seguridad que venía a buscarla. Arriba, ella seguiría inmersa en la pretensión de arreglarse de manera perfecta para él. Tarea innecesaria o poco complicada, según él, pues aunque se vista con trapos desarreglados, nunca dejará de ser la diosa principal de ese olimpo que es su imaginación.

Pero la noche era especial y ella querría ser más linda que ella misma, y entonces se rociaría sobre el cuello el mismo perfume que años atrás él le regaló, el mismo con el que la conoció la primera vez, el día ese en el que se enamoraron los dos. Mientras secaba su cuerpo con la toalla, seguía pensando en qué iría a decir, en cómo lo iría a saludar, en cómo iría a reaccionar, suponiéndose capaz de lanzarse a sus brazos al verlo, sin poder controlar la emoción posterior a la tormenta de sensaciones que sobrevivieron los dos.

Y el timbre sonó. Y de pronto las suposiciones femeninas se vuelven secundarias porque el timbre ya sonó. Y ella empezó a correr en ropa interior por toda la casa, colmada de ansias, tal y como lo suponía. Aquello que minutos antes, mientras cerraba la ducha, solo pensaba, en ese instante efectivamente sucedía: él ya la esperaba en la sala de abajo con los mismos nervios que anteceden los mejores reencuentros, los verdaderos, aquellos que son motivo suficiente para derrochar un cuento interminable que después pueda ser colgado en un blog.

Ya lista, bajó de prisa, con el pelo suelto y mojado, como a él le gustaba, con aroma a cielo y mirada de sol. Al verla desfilar apresurada y tierna por las escaleras, radiante como en todas sus vidas anteriores, él no encontró más que una princesa envuelta en una “chompa celeste color entero”, paralizante, que causaba asombro y emoción. Por eso solo atinó a decir que no iba a decir nada por un rato, y así fue. Ella entendió y se rió compartiendo el deleite que le producía descubrir que los círculos marrones permanecían igual de curiosos, igual de indiscretos e igual de idiotizados, como si siempre la mirasen por primera vez.

Cómo suponer que se moría de ganas de hablarle de todo y de nada, si tan solo se quedaba callado, con infinitos y deliciosos puntos suspensivos en la conversación. Cómo suponer que se moría de ganas de abrazarla muy fuerte y besarla sin límites, si se fueron a tomar un café y en la mesita todavía no dejaba de mirarla sorprendido. Al cabo de dos horas ella empezaba a desconcertarse por el silencio estridente, inexplicable y dulce. El hombre había intercambiado más palabras con el vigilante de la cuadra, con el “limpia carros” del Centro Comercial, con el mozo que los atendió y con el chiquito malabarista que pedía monedas en el semáforo del Polo con Primavera. No con ella. Al menos no como ella suponía.

Y cada “¿cómo estás?” culminaba con un nuevo y efímero “bien”, sin más, y cuando preguntaba “¿te sientes bien?” volvía a encontrar un “sí, claro, no podría sentirme mejor”. Silencio dulce, estridente e inexplicable, como ellos mismos en la mesita del café, dos horas y media después, cuando a ella le seguía resultando fascinante esa misteriosa alegría en la barriga, esa sonrisa inagotable etiquetada a la espuma del capuccino casi extinguido, con un John Mayall sonando hasta que no quedara nadie más en el café, como pertinente música de fondo que se escucha cada vez más fuerte hasta ser, finalmente, lo más importante de la escena en el corazón.

“La mejor conversación de mi vida”, pensaba, cuando suponía que él le regalaba el dato de alguna canción que ella nunca había escuchado, o cuando cerraba los ojos y él le comentaba lo buena que estuvo la película de la semana pasada, con Eva Green parodiando en París. Cómo tener la certeza de todo eso, si él continuaba anonadado, estupefacto, aturdido por tanta belleza. Y en su rostro se reflejaba la ebullición de una calma que es paz y gloria por una mirada de labios que suavemente se humedecen. Y fue mucho más que una buena charla y una exquisita tertulia. Fue, ante todo, el correlato fáctico de la proposición que contiene que la poesía nunca está en agonía, la verificación palpable de que el amor no cabe en la estadística, la prueba contundente que demuestra que la probabilidad no es más que posibilidad, y que cuando hay amor, al más puro estilo de un Daniel F desgarrado y majestuoso, pues “la distancia a la mierda”.

Ya no quedaba nadie más en el café, pero sí la lluvia tímida del invierno de Lima haciéndose presente sobre la mesita en la que fantaseaban los dos. La lluvia, que cada vez que existía era un milagro bajando por ella, esa noche existió. Y trajo consigo recuerdos, como el recuerdo de cómo imaginaban el instante que estaban viviendo, años antes, cuando lo imaginaban. O el recuerdo de cómo imaginaban, años antes también, que terminaba la conversación de ese “algún día” que vivían, cuando la imaginaban. Y más frases de canciones o de poemas de Neruda, en comunicaciones soñadas y extrañadas, porque “el viento es un caballo” y “siempre habrá tiempo en las canciones”, tiempo para imaginar, suponer, soñar, vivir, recordar, extrañar, volver a vivir y escribir hasta hacernos temblar.

Capuccinos completamente extinguidos y John Mayall que se apaga, el mozo anuncia que cierran y el par de idiotas que se reencuentran continúan mojándose en una mesita de café, sin hablar. Proyectan sus pupilas, se investigan en silencio, se desvisten bajo la lluvia y empiezan a hacer el amor. Al final se trata de sugerir, de gritar con lo que callas y solo atinar a decir, irónicamente, que “uno no va a decir nada por un rato”. Cae un “soldado moribundo”, un “cuándo volverás a ser” y un “hasta puede suceder”… y llueve demencia compartida intraducible al castellano normal, a ese que todo el mundo puede entender, demencia intraducible en tinta azul que se despinta sobre servilletas húmedas rememoradas en un blog, divinizadas con rezagos de lluvia y espuma de café y un cenicero plagado de colillas de cigarros que pueden dar fe.

Repentinamente ella preguntó “¿vamos?”. Siguiendo en estado de estupor, el sólo la miró y ella entendió, y sonrió. A través de esa mirada silenciosa que evocó el instante en el que ella cerraba la ducha y pensaba, tan solo unas horas antes, al inicio del cuento, entendió que este permanece incompleto porque en noches especiales y reencuentros verdaderos -aquellos que dan motivos para derrochar escritos interminables que después puedan ser colgados en un blog tercermundista-, solo en esas ocasiones y en algunas otras, pero ni siquiera siempre, entendió que las cosas pasan intensa e imprevistamente porque la pronunciación no pasa de ser un acto "meramente protocolar", y nada más.

5 comments:

Anonymous said...

A la distancia puedo verte y en cada una de tus palabras sentir que eres feliz. Disfruta cada momento y permítenos seguir disfrutando de esos cuentos incompletos :)

un beso

Caro

Anonymous said...

Cómo somos los abogados, no? queremos saber más del autor que de la obra porque desconfimos ... jajajajajaja lo dudo y reafirmo mi idea! pero de este cuento incompleto solo puedo decir ... hermoso! tengo la piel de gallina y los ojos llorozos ...

TQMMM
Isa

Renato Bocchio said...

que pesado tu cuento... con buenas frases y algunas escenas interesantes, pero que pesado

Pipe said...

No me gusta la unanimidad. Muchas gracias a todos los que pierden el tiempo leyéndome. Sus comments son siempre bienvenidos.

Anonymous said...

"...querer es cerrar los ojos, pensar en èl/ella, y sentirse feliz

...entonces comprendì que toda la vida he querido."

Feliz cumpleaños Luis Felipe,

lamentablemente, demasiado tìmida para decir màs